UNA CRÓNICA DE VERANO
LOS
PAJARITOS.
0tro agosto llamó a la puerta
con su magia de vacaciones.
Llenos de ilusión y ganas y con todo un mes por delante la familia
Jorrín Gestal nos pusimos en camino en la primera luz de madrugada.
Madrid aún dormía en silencio
la quietud de ser domingo y achicando cansancios de la semana.
Pronto los oros de Castilla
llenaban nuestras retinas a la luz del día y aumentaba nuestra alegría al mismo ritmo que nos íbamos
acercando a nuestro destino.
Con la euforia a flor de piel
llegamos a Salces.
Ese pueblo bucólico justo en
la cuna del Ebro, repleto de sauces, fresnos y chopos. Y…allí, en el medio
exacto del silencio, la casa de los abuelos paternos, Emilio y Teresa: un
rincón que huele a campo, en la orilla misma del Ebro.
Y, para qué contar la enorme
alegría de abuelos y nietos con el reencuentro?.
Enseguida nos instalamos en
nuestro sitio preferido: la huerta, y en un santiamén su silencio habitual
quedó roto con nuestra alborotada presencia.
¡Qué fantástico era todo!. De
nuevo los árboles, las sombras frescas, el olor a hierba recién segada…los
columpios del abuelo…
Los columpios del abuelo Emilio 1.971
Había pasado bien poco tiempo
del aquel primer día de vacaciones
cuando descubrimos a nuestros futuros compañeros:
Una pareja de verdecillos
habían construido su nido allí mismo, justo al alcance de la mano, en una
horquilla de uno de los manzanos.
¡Qué satisfacción nos produjo
a todos, y muy especialmente a los niños, aquel inesperado encuentro!. Muy
pronto nos hicimos muy buenos amigos y compartíamos con satisfacción tan
estupendo escenario.
Resultaba emocionante
observar cómo estaban entregados los
padres verdecillos en sacar adelante a sus polluelos.
Iban y venían raudos una y
otra vez, sin perder un instante, sin desmayar, con la picorrada bien surtida.
También nos acompañaba de vez
en cuando al feliz grupo, Michina. Una gata estupenda, de color pardo-tigresa,
muy lista y excelente cazadora en decir de la abuela Teresa.
Una de las tardes se paseaba
Michina, como de costumbre, por el territorio compartido. Parecía más tímida
que otras veces y miraba de reojo hacia el nido y al observarlo la abuela
comentó:
. Tenemos que cerrar a esta gata porque el día menos
pensado nos va a dar un disgusto con los pajaritos.
La abuela sabía muy bien que
los pajaritos son un bocado preferido de
los gatos.
En aquel mismo momento como si
la recomendación de la abuela hubiese puesto en marcha el apetito depredador de
la felina, ésta agudizó bien las orejas y mirando hacia arriba debió pensar:
¡Ya están crecidos!. ¡Este es el
momento!.
Dio un salto bien medido y se encaramó de la
rama; lanzó un zarpazo certero y aplastó a los indefensos pajaritos sobre el
nido. De un bocado zampó al primero, y el resto, desgarrados, se cayeron al
suelo mal heridos.
Los padres verdecillos al ver
aquel desastre, revoloteaban horrorizados alrededor del nido. Piaban con dolor,
piaban con rabia, piaban, piaban…
Un dolor infinito se apoderó
también de todos nosotros, testigos impotentes, de aquella escena de terror que
teníamos ante nuestros ojos.
La gata al ver la crispación
general puso pies en polvorosa pensando lo que la podía caer encima.
Pasadas unas horas, los
verdecillos rendidos abandonaron el lugar y no volvimos a verlos.
Los días siguientes ya no
fueron iguales. Nos faltaba algo. Nos faltaba la alegre compañía de los
pajaritos.
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