lunes, 6 de julio de 2015

SALCES



UNA CRÓNICA DE VERANO

LOS PAJARITOS.




























0tro agosto llamó a la puerta con su magia de vacaciones.

Llenos de ilusión y ganas  y con todo un mes por delante la familia Jorrín Gestal nos pusimos en camino en la primera luz de madrugada.
Madrid aún dormía en silencio la quietud de ser domingo y achicando cansancios de la semana.

Pronto los oros de Castilla llenaban nuestras retinas a la luz del día y aumentaba  nuestra alegría al mismo ritmo que nos íbamos acercando a nuestro destino.

Con la euforia a flor de piel llegamos a Salces.
Ese pueblo bucólico justo en la cuna del Ebro, repleto de sauces, fresnos y chopos. Y…allí, en el medio exacto del silencio, la casa de los abuelos paternos, Emilio y Teresa: un rincón que huele a campo, en la orilla misma del Ebro.
Y, para qué contar la enorme alegría de abuelos y nietos con el reencuentro?.

Enseguida nos instalamos en nuestro sitio preferido: la huerta, y en un santiamén su silencio habitual quedó roto con nuestra alborotada presencia.

¡Qué fantástico era todo!. De nuevo los árboles, las sombras frescas, el olor a hierba recién segada…los columpios del abuelo…



                 Los columpios del abuelo Emilio 1.971


Había pasado bien poco tiempo del aquel primer día de  vacaciones cuando descubrimos a nuestros futuros compañeros:
Una pareja de verdecillos habían construido su nido allí mismo, justo al alcance de la mano, en una horquilla de uno de los manzanos.


¡Qué satisfacción nos produjo a todos, y muy especialmente a los niños, aquel inesperado encuentro!. Muy pronto nos hicimos muy buenos amigos y compartíamos con satisfacción tan estupendo escenario.

Resultaba emocionante observar  cómo estaban entregados los padres verdecillos  en sacar  adelante a sus polluelos.
Iban y venían raudos una y otra vez, sin perder un instante, sin desmayar, con la picorrada bien surtida.

También nos acompañaba de vez en cuando al feliz grupo, Michina. Una gata estupenda, de color pardo-tigresa, muy lista y excelente cazadora en decir de la abuela Teresa.

Una de las tardes se paseaba Michina, como de costumbre, por el territorio compartido. Parecía más tímida que otras veces y miraba de reojo hacia el nido y al observarlo la abuela comentó:

. Tenemos que cerrar a esta gata porque el día menos pensado nos va a dar un disgusto con los pajaritos.


La abuela sabía muy bien que los pajaritos  son un bocado preferido de los gatos.

En aquel mismo momento como si la recomendación de la abuela hubiese puesto en marcha el apetito depredador de la felina, ésta agudizó bien las orejas y mirando hacia arriba debió pensar:

¡Ya están crecidos!. ¡Este es el momento!.

 Dio un salto bien medido y se encaramó de la rama; lanzó un zarpazo certero y aplastó a los indefensos pajaritos sobre el nido. De un bocado zampó al primero, y el resto, desgarrados, se cayeron al suelo mal heridos.

Los padres verdecillos al ver aquel desastre, revoloteaban horrorizados alrededor del nido. Piaban con dolor, piaban con rabia, piaban, piaban…

Un dolor infinito se apoderó también de todos nosotros, testigos impotentes, de aquella escena de terror que teníamos ante nuestros ojos.



La gata al ver la crispación general puso pies en polvorosa pensando lo que la podía caer encima.

Pasadas unas horas, los verdecillos rendidos abandonaron el lugar y no volvimos a verlos.

Los días siguientes ya no fueron iguales. Nos faltaba algo. Nos faltaba la alegre compañía de los pajaritos.


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